Wednesday, May 23, 2007

En nombre del nombre

Joaquín Carmelo viene a ser solo un membrete
que le pusieron en la pila bautismal,
pero su nombre de combate es Barrilete
le cae al pelo, con su personalidad.

(Carlos Mejía Godoy, Quincho Barrilete)

Su nombre no era de los que podrían considerarse “raros” o exóticos. Pero tampoco se ubicaba de buenas a primeras entre los más comunes. Porque si bien es cierto que no se llamaba Nicéforo, ni Ermenegildo, ni Heliogábalo; tampoco se llamaba Luis, Pedro o Juan. En todo caso podríamos pactar que que su nombre se ubicaba cercano al límite que divide a los nombres habituales de los otros. Se llamaba Walter y tal nominativo fue producto de la improvisación paterna. Porque, luego de que Lidia Orellana diera a Luz un día antes del día de la lealtad en el sanatorio de la Unión Obrera Metalúrgica, su esposo, Mario Jesús Koza, se dirigió al Registro Civil de las Personas con el inocente propósito de anotarlo como Wilmar Adrián Koza. Walter nunca creyó en los milagros, quizá porque ignoraba que su misma identidad fue milagrosa. Pues, ¿qué otra cosa más que la gracia divina pudo haberlo salvado de llamarse de semejante forma?

Afortunadamente el Registro Civil fue más discreto que el joven matrimonio Koza y les negó rotundamente ese atentado contra el buen gusto. Porque uno, ante todo, es un nombre. Lo demás es secundario. Nuestros títulos, prestigios o decadencias son nada más que aditivos con el que lo adornamos. Por eso, quizá no sea del todo osado suponer que el acto más digno, pero a la vez el más cruel, de nuestro padres sea el de elegir un nombre para sus hijos.

La negativa debió haberlo hecho vacilar al joven Mario Jesús, que en aquel octubre de mil novecientos setenta y seis contaba apenas con diecinueve años. Encima tenía que tomar una decisión y pronto. Detrás de él, la cola conformada por otros padres se impacientaba. Seguro le pidió consejo al empleado público y éste, fijándose en la lista, habrá dicho “Walter” y el padre asentiría con poca convicción pero con firmeza.

Walter. Walter Adrián. Walter Adrián Koza.

Varias veces Walter se preguntó si Walter era un nombre raro o común. Con el apellido no había tenido opción y nunca se inmutó por las burlas. Ni siquiera en la adolescencia, cuando éstas eran más crueles. Ni siquiera cuando daba clases en el secundario y después de presentarse como el profesor Koza escuchaba el acceso de risa disimulado en un carraspeo. Su apellido lo tenía sin cuidado, hasta le agradaba como sonaba. Tampoco había problemas con su segundo nombre, Adrián. A lo mejor, le parecía un tanto afeminado pero no le hacía mella. En todo caso le daba un simpático aire posmoderno y él prefería la franca superficialidad de lo posmoderno al esnobismo clasicista. No había inconvenientes con Koza, ni con Adrián. El problema de Walter estaba en Walter.

Y Walter la pasó mal por culpa de Walter un martes al anochecer, hace algunos años. Él había salido de la facultad con un ejemplar de la Divina Comedia en la magistral versión de Bartolomé Mitre y una copia del último trabajo discográfico de Miranda! guardados cuidadosamente en su maletín. Llegó a la parada de ómnibus y el 153 parecía estar aguardándolo. Se alegró por ello, pues, por lo general, tenía que esperarlo varios minutos. Como un autómata le hizo señas, lo abordó e insertó la tarjeta en el aparatito que le descontó un viaje. Encima había un asiento vacío justo para él. Su dicha era completa.

Se úbicó en el último de los asientos dobles, del lado del pasillo y de esa manera completó el máximo de pasajeros sentados. Los que iban subiendo se resignaban a viajar de pie.

El coche se fue llenando paulatinamente. Una joven rubia con sus correspondientes ojos celestes y una figura escultural subió en Urquiza, más o menos a la altura de Presidente Roca. Allí, el ómibus estaba casi colmado y le costó marcar la tarjeta. Pero luego de hacerlo, lo vio y sonrió como una modelo. “¡Walter!”, gritó desde aquel extremo del colectivo, “¡Ey, Walter!”. Walter se sorprendió y gratamente vio como la chica se encaminaba hacia donde él estaba, sorteando pasajeros y tratando de no perder el equilibrio en las bruscas maniobras que ejecutaba el chofer al conducir.

Tardó bastante en llegar, casi cinco cuadras. Walter se reprochaba no acordarse en absoluto de ella, que a medida que se acercaba parecía ser más linda y agregar una hilera de dientes a su sonrisa. Cuando el encuentro se hacía inminente, él se preparaba para pararse y cederle el asiento. Fingiría en los primeros instantes. No le diría que no se acordaba quién era. Confiaba en que, al avanzar la conversación, su memoria se fuera refrescando.

Walter ya tenía las manos en espaldar del asiento de adelante y hasta esbozó una sonrisa a la rubia, quien, sin prestarle la más mínima atención, le estiró la trompa al tipo que estaba sentado del lado de la ventanilla y lo saludó con un caluroso beso en la mejilla derecha.

Nadie se dio cuenta pero Walter enrojeció de vergüenza y durante días pensó en el papelón que podía haber protagonizado. Cada vez que relata este acontecimiento, rememora los latidos acelerados del corazón y la conversación del segundo Walter, el afortunado, con la rubia. Uno de ellos había comenzado un curso en la Peña Fotográfica de Rosario pero ya no puede precisar cuál de los dos.