Tuesday, November 04, 2008

Casos de la vida real

Luego de un prolongado descanso, vuelvo al ruedo para ofrecerles una nueva entrega de humor metafísico. He aquí con ustedes, la conmovedora historia de una mujer que conoció a Dios en toda su plenitud...

Le fui infiel a mi esposo (un testimonio de la vida real)

Mi matrimonio no me estaba haciendo feliz así que, ¿por qué no mirar para otro lado en busca del amor? Testimonio de una mujer convertida por Dios.

Desde hacía tiempo venía notando que las cosas con mi marido no estaban marchando como deberían marchar. En realidad, creo que nunca marcharon. Me pregunto si alguna vez estuve enamorada de él. No sabría que contestar. Igualmente, hoy en día, si una llega a decir que está enamorada en seguida la tratan de boluda. Y la verdad es que yo, boluda no fui nunca. Lo digo sin agrandarme, sin hacerme la superada como Maitena. Ella es rubia, yo no lo soy.

Pero también es cierto que me estaba matando la curiosidad por saber qué es el amor. Necesitaba creer que estaba más allá de las canciones de Arjona o de Sabina. Por más que eso implicara (o implicase) quedar hecha una estúpida enamorada. Yo me casé virgen, con José, mi primer novio, y él nunca tuvo, lo que se diría, un gesto romántico. No sé lo que es recibir flores, ni escuchar que la persona que comparte con vos la cama te diga que te quiere. Nunca me regaló ninguna de esas tarjetitas con corazoncitos fluorescentes que ofrecen en los colectivos por unas monedas para que un pobre pueda comer o para ayudar a un hogar de rehabilitación de drogadependientes.

Nunca supe lo que es estar enamorada, nunca le conté a mis amigas que tal chico me había invitado a salir, ni que tal otro me había dicho que le gustaba. Nunca suspiré por los galanes de telenovelas ni estrellas de rock. No sé lo que es ponerse cursi y melosa como un fragmento de Rayuela y nunca me masturbé con la foto de Pablo Echarri. El amor parecía querer evadirse de mi ser y conducir indefectiblemente mi vida hacia el ocaso.

Hasta que un día conocí a Dios.

Caer en la tentación no debe ser algo prohibido. Es más, debería ser un mandamiento más, que esté junto con ese de “honrar a tu padre y a tu madre”. En su defecto, deberían sacar el de “no desearás a la mujer de tu prójimo”. Dios es amor y nunca va a condenar un sentimiento tan puro como ése, ames a quien ames. Dios es amor, de eso no tengo dudas. Y dudar, pueden creerme, no es saludable.

No me animo a decir que mi esposo haya tenido la culpa. Creo que no se daba cuenta. Nadie le había enseñado cómo debe portarse un hombre cuando contrae matrimonio. Siempre fue un tipo parco, no muy dado a la vida social ni al diálogo en la pareja. Nunca pude charlar el asunto con él.

Y era inevitable que un buen día, el deseo que yo creía dormido, en coma para ser más precisa, se despertara. No sé cómo, pero me di cuenta de que yo tenía que vivir. Era joven, linda, tenía todo por delante. Todo para ser feliz. Pero también, es cierto, lo primero que tenía en frente era a mi marido.

Ojo. No quiero ser malinterpretada, de buen grado hubiera focalizado todo ese deseo que me nacía de las entrañas con el hombre con el que me casé. Intenté hacerlo, traté de mirarlo de la mejor manera posible. Pero no hubo caso, mi marido no me calentaba y no creo que algún día llegue a producirme el más leve deseo. Mi marido es un buen tipo. Pero nada más que eso.

Empezaron las dudas, empecé a fijarme en otros hombres, en vecinos, en primos, los vendedores del mercado. Qué sé yo, miraba todos los tipos con los que me cruzaba. Me empecé a angustiar, quería ser feliz pero a la vez ser una señora de su casa. Quería ser más puta que Madame Bovary pero tan fiel como Penélope. Me desangraba en ese mejunje que tenía en la cabeza. Me di cuenta de que estaba convirtiéndome en una histérica.

Hasta que un día conocí a Dios.

Una mañana, comprendí que estaba perdida y necesitaba ayuda. Aunque sabía de su existencia, Dios nunca fue parte de mi vida. Pero en aquel momento lo necesité. Cuando José estaba en su trabajo yo me hinqué de rodillas en la cocina y le rogué al Señor que me iluminara. Que viniera a mí, a mi vida y a mi corazón. Y él vino.

Dios apareció y me llenó de dicha. Me hizo sentir la mujer más feliz de la tierra. Alumbró mi espíritu y me bendijo. Fui suya para siempre. Él supo darme lo que yo más necesitaba. Fui ramera y casta al mismo tiempo. Gocé como una perra en celo pero sin perder la dignidad. Dios me brindó un orgasmo supremo, digno de alguien como él. Un orgasmo sublime, colosal. Un orgasmo divino, como jamás había tenido.

Ahora espero el fruto de su amor. Sé que va a ser un chico. Un chico tan fuerte y tan buen mozo como él. José se queja y rezonga, pero sé que se le va a pasar y, es más, me va a ayudar a criar a mi hijo y al hijo de Dios.

Todavía no nos decidimos por ningún nombre, pero creo que Jesús va a estar bien.